A veces la gente hace de sus escritores preferidos objetos de defensa a ultranza e incorporan matices a la grieta entre escritores populares y académicos. Tal la historia estudiantil que aquí se presenta.
Por Dante Galdona
Hay una tendencia a hacer de ciertos escritores algo así como los dueños del Parnaso literario y a otros mandarlos a la tierra infértil de la literatura menor. Algo de eso sospecho que pasa con Osvaldo Soriano, Mario Benedetti, Eduardo Galeano y, con mayor injusticia, el entrañable Roberto Fontanarrosa.
Mi amigo Pape era capaz de cagarse a trompadas por Fontanarrosa. De hecho, un día lo hizo.
La historia empieza en una peña de estudiantes donde nos juntábamos a comer asado y tomar un espantoso vino de damajuana en un salón del centro de residentes universitarios. Convergían los rígidos futuros ingenieros, con una inteligencia proverbial para cálculos matemáticos avanzados pero incapaces de sortear una mentira en el truco.
Psicología aportaba su apoyo humano cuando a alguien lo invadía la etapa de la borrachera triste o la nostalgia por su lejano pueblo.
Ciencias Económicas se encargaba de que las cuentas dieran en momentos en que las damajuanas se vaciaban, la calidez personal y su absoluto sentido ético contrastan con la injusta idea que se tiene de un contador, nunca conocí a uno que no fuera una de esas personas que uno quisiera ser si no fuera lo que es.
Derecho es el caos, están todos los extremos. En uno de ellos estaba mi amigo Pape, un tipo capaz de leer dos libros por día pero incapaz de estudiar de una forma ordenada cualquier cosa que se le impusiera, por eso dio libre la mayor parte de su carrera y se recibió en cuatro años. Quizá esa inteligencia fuera la que provocó en el otro pugilista, un pelmazo que se creía que recitar versos de los simbolistas franceses era ser intelectual, escritor, bohemio.
Lo cierto es que todo se salió de cauce cuando Pape comentó que había leído el último del Negro, “El mundo ha vivido equivocado” y le había parecido muy bueno. “Don Academia” sonrió e intentó seducir a una de Historia con una frase tan desagradable y olvidable que ya olvidé. Todo comenzó a levantar temperatura y las risas que habían sido el común denominador hasta entonces dejaron paso a la preocupación.
No era para menos. Todo terminó en una gresca infernal. Apología de mi amigo Pape: a un tipo que leyó un promedio de trescientos libros por año hay que escucharlo, por más que la anquilosada academia se ensañe con ciertos escritores y eleve a otros. Apología de Fontanarrosa: un tipo que es capaz de preguntarse si las malas palabras son las que les pegan a otras merece una defensa hasta los límites a los que llegó mi amigo Pape.